Está temblando. El suelo. Las paredes. La casa. Toda yo.
Un segundo antes de que empiece, yo sé que va a pasar. Dicen que hay gente que los siente, los terremotos. Como los animales. No lo sé. No está demostrado. Pero quién sabe. Hubo un momento en que no estaba demostrado que la tierra era redonda, y que la lluvia no era pis de dioses.
Empieza con un ruido sordo. Como si la tierra estuviera pasando una mala digestión. Y de repente todo tiembla. Para que os hagáis una idea los del estático hemisferio norte, se siente como cuando caminas por un sendero de tierra y un camión de construcción pasa por al lado. El suelo tirita.
Los chilenos dicen, «parece que está temblando». Y siguen con lo que sea que estén haciendo. Tomando té, trabajando, bailando cueca. Con suerte bostezan.
Nada más aterricé en Chile me tocó vivir una de esas cosas que ellos llaman seguidillas.
Traducido, son unos días en que esto parece un flan haciendo equilibrio sobre una torre de naipes. El suelo oscilaba, en cualquier momento del día, y yo, apretando la barriga y con los ojos bien abiertos, observaba a mí alrededor.
Nada pasaba. Nada se movía, ni un marco de foto ni un cuadro. Lo único, el tembleque de mi pierna.
Aqui hay temblores (terremotos, para el resto de los mortales) todos los días. Y no pasa nada. Porque están preparados.
La normativa chilena de edificación es una de las más estrictas y avanzadas del mundo respecto a los sismos. ¿Recordáis el terremoto que dejó Lorca en el suelo? Eso para la tierra chilena no son ni cosquillas. Todos los días hay sismos a lo largo de los más de cuatro mil kilómetros que tiene de largo este país (para los que se os dan mal las distancias, es lo mismo que ir desde Madrid a Sebastopol, el de al lado del Mar Muerto, pasando por Alemania).
Yo, en mi ignorancia suprema, me imagino los cimientos de estas casas como las raíces de las muelas del juicio, tan largas y afiladas que el dentista te tiene que poner un pie en el pecho para poder sacártela.
Menos de dos eternos minutos.
El terremoto más fuerte que me tocó vivir fue de 5,7 o 6 en la escala de Richter creo. Y digo «terremoto» siendo consciente de que a mis amigos chilenos se les han saltado las lágrimas, y algún chorrito, al leer esto. Aquí a todo lo que sea menos de siete le llaman temblor. Como si fueran escalofríos de la tierra.
Hay muchos factores que influyen en cuánto se nota un sismo, por ejemplo cómo de lejos está el epicentro de donde uno se encuentra, la profundidad, el tipo de onda… En este caso fue bastante superficial, y el epicentro estaba a veinte kilómetros, que en macro medidas, es como hablar de un pelo al lado del otro.
Por lo que se sintió, como dicen los chilenos. Y vaya que se sintió.
Acababa de bajar de una escalera tras colgar una lámpara, casualidades de la vida. Empezó a temblar, y pensé: «ahora parará». Pero no paraba.
La casa crujía, moviéndose al ritmo que le marcaba su compañero de baile. Porque así es como debe ser para evitar que los materiales se rompan y colapsen. Pero hay que oírlo, hay que vivirlo, para entender cómo el crujido de la madera, los golpes de las puertas, pueden hacer que todos tus nervios se disparen.
Entré al cuarto donde mi hija, entonces un bebe de año y medio, estaba durmiendo la siesta. Se había despertado, del ruido o del movimiento. O quizás se despertó al abrir yo la puerta de golpe. Me miró y dijo, mamá.
Yo la cogí en brazos y salí a la calle. Fui la única que salió de la casa. Me juego el cuello a que los vecinos estaban almorzando en sus casas (era a mediodía), riéndose de la española hueona por la ventana.
Pero yo me asusté.
Duró una eternidad, y creo que no llegó a los dos minutos. Duró una eternidad, en la que por mi cabeza desfilaron mil pensamientos, agolpados, superpuestos, sin orden ni concierto.
Cuando terminó, fui a la cocina a preparar la comida. Abrí un armario y una bandeja de cristal se estrelló contra el suelo. El estruendo hizo que casi me pusiera a llorar.
Pero la pura verdad es que la culpa fue mía, porque soy de esa clase de personas que apilan los platos y cierran el armario de golpe, pensando que así se colocaran solas. Wingardum leviosa.
Inevitable pensar que sucedería si no fuera solo un temblor.
Como aquella fatídica madrugada del 27 de Febrero del 2010, cuando el octavo terremoto más fuerte registrado en la historia de la humanidad azotó Chile, en especial la región donde yo vivo, el Maule.
En el hemisferio norte, la gente cuando se conoce, o quizás cuando no sabe qué decir y quiere resultar interesante, formula una de esas preguntas que han pasado tristemente a la historia: ¿Dónde estabas cuando ocurrieron los atentados del 11 de septiembre?
Todo el mundo tiene una respuesta clara en la mente. Yo estaba en el Bar de los Toneles, en plena calle Ruzafa. Recuerdo que el bar enmudeció poco a poco, y todo el mundo comenzó a levantarse y a mirar la pantalla, donde la segunda torre cayó, y la voz de Matías Prat nos narró lo que todos estábamos viendo: “La otra torre, Ricardo, la otra torre, ha impactado en la otra torre. Y aún en una zona más baja aún. Dios Santo”
Aquí, en Chile, la gente se cuenta dónde estaba aquella madrugada del 27 de Febrero del 2010, a las tres y media de la mañana. Y lo que cuentan es terrible. Gente gritando, incapaces de ponerse en pie. Cascotes cayendo como lluvia de cemento. Carreteras que ondulaban como olas de mar.
Ondulaban, las carreteras.
¿Habéis visto la película «El Origen»? Así me explicaron cómo se doblaban los edificios en Concepción, una de las ciudades más afectadas por el sismo.
Tengo un amigo que vio cómo su casa se derrumbaba. Esa misma noche, cuando todo pasó, los saqueadores entraron en su negocio y le robaron todo lo que tenía. En una noche perdió todo lo que había construido en una vida. Se quedó sin nada.
Y tuvo suerte. Porque hubo gente que perdió más.
Por no hablar del tsunami. Un tsunami negado. Un tsunami que se dijo que no iba a ocurrir, cuando ya estaba ocurriendo. Tres olas de más de ocho metros que arrasaron la costa, dejando muertos desperdigados por varias ciudades como hojas en otoño.
Pero no hablábamos de eso.
Hablemos de los temblores que son inocentes.
Esas pequeñas sacudidas que te recuerdan que sigues vivo. Esas sacudidas que son como darle un bocado a un helado congelado, como un soplo de viento polar en la cara en un día de invierno, como un calambre cuando sin querer rozas a esa persona.
La gente piensa, y ¿por qué alguien viviría en un sitio así?
La gente que piensa eso, son hueones que no han visitado Chile. Porque esta tierra tiene algo distinto, algo que no deja indiferente, algo que se te mete en las venas, y te persigue, como la eterna cordillera de los Andes, que, mires donde mires, ahí está. Haciendo de frontera, protegiéndote del resto del mundo, o atrapándote entre el océano helado del Pacífico y sus nieves perpétuas.
Me podría extender eternamente diciendo todas las cosas que hace que valga la pena surfear los terremotos, pero entonces esta entrada no acabaría nunca. Mejor os lo voy contando de a poco, como dicen los chilenos.
De todo lo bueno de Chile, hoy me quedo con la música. Bueno, y con el vino.
Con el vino, insisto, que no con la bebida que llaman «Terremoto», y que consta de vino pipeño, granadina, alguna cosa que varía según quién lo prepare, pero que siempre lleva ingentes grados de alcohol, y helado de Piña. Todo junto. No, no estoy de broma.
Me gustaría decir que está bueno, y hay mucha gente que dice que lo está… Vamos a dejarlo ahí.
Están locos, estos chilenos.
Está temblando otra vez. ¿Lo mejor para pasarlo? Buena música chilena, y un «tesito», tomando once (de este fenómeno extraño que sustituye a la cena ya os hablo otro día.)
¿Y tú, cómo pasas los temblores?
17 de septiembre de 2018
[…] Entre otras cosas, es la fiesta de los terremotos, esa bebida que mezcla granadina, vino blanco y helado de piña en el mismo vaso. Sí, os prometo que no estoy de broma. Normal que fuera la única que salió a la calle el día que viví mi primer terremoto. […]
7 de mayo de 2018
Yo para el terremoto del 27 F estaba en Barcelona de escapada, en esa época vivíamos en León y cuando vi el titular del diario La Tercera por internet recuerdo que desperté a Harald y me puse a llorar pensando en lo peor que podría haber pasado… Como no estuve en esa época en Chile creo que debo ser de los chilenos que se inquietan con los temblores, pero tampoco pierdo la cabeza y me imagino que alguno grande me tocará en mi vida. Como dice el meme «8 de cada 10 desastres naturales prefieren Chile».
8 de mayo de 2018
“8 de cada 10 desastres naturales prefieren Chile»… jajajjaja Muyyyy bueno. Esperemos que con nosotros la estadística falle, Natalia, un abrazo y gracias por comentar
24 de abril de 2018
Cristina me ha encantado cómo siempre tu manera fresca de contar las cosas. Además no tenía ni idea de que en Chile estáis cómo por Japón siempre en movimiento. Porque la verdad es que yo , aunque me dijeran más o menos no me molaría nada, un día si y otro también que el suelo y todo a mí alrededor se moviera de continuo y cómo he dicho contarlo con sentido del humor. A la próxima! !! Que ganas de leer la siguiente historia.
24 de abril de 2018
Gracias mil Ana, me alegro que la entrada haya servido para que alguien aprenda algo… Pues sí, aquí estamos de tembleque muchas veces, pero te aseguro que le da encanto. Un beso enorme