Las cosas que me dan miedo

Miro el calendario, veo que es Halloween, o el Día de los muertos,  y digo, ¿tendré que escribir algo que dé miedo?

Dentro música para ambientar novelas de terror/miedo/paranormales o autobiografías que ha escrito otra persona.

(Tentada he estado de poner a Maluma)

Las cosas que me daban miedo: Drácula y el ridículo.

Cuando era pequeña me daban mucho miedo los vampiros. No sé muy bien de dónde salió ese pavor, aunque tengo un vago recuerdo de haber leído una especie de Drácula pero en cómic, que seguramente le robé a mis hermanos, como tantas otras cosas.

In fraganti
No que vá, no estaba cogiendo nada

Pero no era lo único que me aterraba. También me daba miedo hacer el ridículo, lo que opinaran de mí los demás,  no ser tan buena como mis hermanos, ni tan divertida, ni tan guapa, ni tan valiente.

Me aterraba ser la rara, en el sitio donde veraneaba. Me daba miedo tener miedo, y no atreverme a hacer cosas que los demás hacían, casi siempre por el miedo al ridículo. Curioso.

No me asustaba hacer las cosas en sí, sino lo que los demás pensarían de mi si fallaba. Prefería no jugar, no atreverme, para no caer en la vergüenza de hacerlo mal.

Por una parte era timidez, además de sensibilidad, y por otra, lo que ahora reconozco como orgullo. Porque siempre he sido muy orgullosa, y no me viene bien que la gente se ría de mí.

¿A cuántos os pasa lo mismo aún ahora, de adultos?

Ya os lo conté una vez, luego se me curó lo de la vergüenza. O más bien la parte de mí que era menos vergonzosa se apoderó del resto.

Lo que me da miedo ahora.

Principalmente me dan miedo dos cosas: Las unidades de medida y los suficientemente. 

1) Las unidades de medida.

Me dan miedo 11000 km de distancia. Porque sé que no puedo nadarlos, no puedo correrlos, no puedo alargar el brazo para tocar a mis padres, que están al otro lado de esa cinta métrica, a mis tíos, a los que tengo tantas cosas que preguntar todavía (mi tío fue submarinista y taxista, y mi tía monja y enfermera), a mis hermanos, a los que añoro con la misma fuerza con la que me defendía en nuestras peleas, a mis sobrinos, que tienen la poca consideración de hacerse mayores, a mis amigos, cuyas vidas están cambiando y a la vez siguen igual, sin mí, cómo es posible.

2) Los suficientemente.

  • –  Me da miedo no ser suficientemente buena madre, y no estar tan presente como debiera, porque ahora tengo tres trabajos, porque sí, para mí escribir también es un trabajo, el único que verdaderamente me llena, pero trabajo, porque requiere tiempo, esfuerzo, y otra vez tiempo, que intento robar al sueño y no a mi hija. Pero a veces no lo consigo. Otras veces cedo, cuando no debiera, otras veces grito, cuando nunca se debe. Soy la parte más débil, la más fácil de convencer. Y ella, con tres años, lo sabe. 
  • – Me da miedo no ser suficientemente buena compañera, de quien debo serlo, me da miedo no estar ahí para él, para ti, cuando me necesitas, me da miedo que doce años sean demasiados, o pocos, y que un día te canses y me digas cinco letras. Pues sí, eso me da miedo.
  • – Me da miedo no ser suficientemente buena amiga, porque no estoy allá, y contra eso no puedo hacer nada, pero tampoco estoy muy aquí, porque siempre priorizo otras cosas, y mi orden, aunque me avergüence confesarlo es mi hija, mi marido, mi familia, mis trabajos, y por último, vosotras. Y eso está mal, porque algunas me necesitáis, y yo, lo siento, hoy no puedo. Pero la semana que viene seguro.
  • – Me da miedo no ser suficientemente buena en mi trabajo. En dos de ellos. En uno que acabo de empezar, porque lo acabo de empezar, y ando como pato mareado. En el otro, en el que más me importa (me aprovecho de que mi otro jefe no lee esto), porque es lo que me mueve, lo que he querido hacer toda mi vida, y es difícil, porque los escritores, como Isaac Belmar dice, nunca nos creemos que lo hemos conseguido. Y si hace menos de un año soñaba con ganar un euro, tan solo un euro, para poder decir que había valido la pena tanto esfuerzo, gritar que había ganado dinero con lo que escribo, que sí, que debía dedicarme a esto, hoy, que he ganado algunos más (no muchos, no os creáis, que la novela va despacito), sigo teniendo la duda. Uno siempre piensa que escribe basura, y, muchos días es así.

Vamos a quitarle intensidad al asunto: Tres ejemplos de las cositas que escribo de “medio miedo”

Buff, qué agotador, tanta confesión. Se supone que Halloween es para pasarlo bien ¿no? Pues ale, cambiemos de tercio.

Como ya os conté cuando os hablé de Edgar Allan Poe y Radio Futura, me encantan las historias de miedo, en especial del Romanticismo. En mi tardía adolescencia leí tantas veces las leyendas de Bécquer que acabé por sabérmelas de memoria. Lástima que mi paso por la universidad, en concreto por la zona de los bares, acabara con las neuronas que guardaban esa información.

Borracho
Yo podría haber ganado un Nobel

Los tres ejemplos.

Así que, sin ser escritora del género, sí que me gusta de vez en cuando ponerme un tanto siniestra. Pero en plan light, no os creáis. Os dejo en concreto tres ejemplos.

LOS OJOS DEL VICTORIA

[…] Cuando retiró un par de colillas de la repisa de la chimenea de piedra, asomado a una
esquina, lo vio. Un papel atrapado. Intentó sacarlo con los dedos, pero estaba bien agarrado.
Con toda la paciencia que le caracterizaba, al final consiguió extraerlo de su escondrijo.
Desdobló el arrugado papel y se dispuso a leer:

Y ahí está, mirándome en la oscuridad. Aunque no lo vea, lo percibo. Allá donde esté, lo
siento. Me sigue con su mirada de cristal roto, sus ojos verde moho, su cara ajada por el
tiempo, atravesada de grietas por la edad, por las inclemencias del tiempo.
Ahí está.
No se cae, nada podrá con él. Ningún terremoto. Ninguna demolición. Ningún incendio.
Ahí está.
Me persigue. Lo sé. Me observa, me vigila. Porque yo sé su secreto. Yo sé el secreto.
Pero es un secreto, y no puedo revelarlo. No puedo, porque tengo miedo. Pero en las noches
siento su mirada. Me estoy volviendo loco. No como. No duermo. No nada. Tengo que contarlo.
Tengo que quitarme esta lápida de mármol que me aprisiona el cerebro.
Pero tú no me escuches. No sigas leyendo. Porque si lees, estás perdido. Si lees, tú
también lo sabrás. Y entonces irá a por ti.
Insensato.

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LA CARRERA

Cementerio

Lo veo al fondo, encapuchado, sudando. Un dos, un dos. A pesar del frío curicano, él va en pantalón corto. Un dos, un dos. Si me concentro puedo percibir su respiración jadeante entre el ruido de los vehículos que arañan el asfalto de Manso de Velasco. Un dos, un dos.

No me cuesta mucho mantener el ritmo. No va tan rápido. Acelero lo justo para no perderle de vista. Atraviesa el jardín de la Alameda, sin mirar atrás, sin sentir mi presencia. O al menos eso creo, porque en ningún momento se gira.

Llega a la altura del Cerro Condell. El Cerro. Se para por un momento, mira a la derecha y levanta la cabeza, ligeramente ladeada, como un animal salvaje que ha oído algo. Veo, incluso en la lejanía, que su pie derecho titubea. ¿Subirá la cuesta?

Da un paso al frente, va a seguir recto.

En el último momento gira en redondo, cruza en una carrera, y sube la pendiente. Esa que al mismo tiempo recorren corredores, bicicletas y coches. Muchos coches.

Aprieto el paso, querría estar allí cuando doble la curva. Esa curva criminal, cerrada, de pronunciado desnivel que no deja ver lo que viene cara a uno. Esa curva por la que los coches escalan adueñándose del asfalto, sin tener en cuenta quién puede bajar corriendo en ese momento. A quién pueden encontrarse de frente, quizás despistado por andar con los auriculares puestos.

Acelero, y, sin embargo, no llego a tiempo. Desde que ocurrió me cuesta correr, como si el aire fuera agua y yo intentara moverme en una piscina, o en el mar, contracorriente. No he llegado al principio de la rampa cuando él ya está bajando a saltos la escalera que tiene como fondo esa cascada irreal y mentirosa. En un segundo le veo atravesando la explanada de la biblioteca. Ahora sí que tengo que correr, si no quiero perderle.

Cruza de nuevo la calzada y pasa el óvalo, donde un grupo de chiquillos ensaya cualquier cosa a ritmo de reggaetón.

A base de esfuerzo le recorto distancia. Paso delante del árbol centinela del jardín, en frente de las pistas de tenis. Su tronco luce estriado con lo que parecen sogas, cuerdas que estuvieran inmovilizándolo contra su voluntad. El árbol se retuerce sobre sí mismo, en un vano intento de escapar. No puede. Está inmóvil, capturado, muerto.

Pasa por delante del juzgado, lo rodea, y sigue subiendo la avenida corriendo en paralelo a la cárcel. Me extraña que se atreva a acercarse tanto.

Me imagino en su lugar, y no entiendo como no siente escalofríos, como no tiene miedo a que alguien salga y como a una mosca lo atrape y lo encierre, de nuevo y esta vez para siempre. Desde la distancia observo los altos muros, de color gris, maquillados como fulanas con colores chillones. Le miran, los muros, como a un insecto, o como a un perro vagabundo. […]

Lee el texto íntegro aquí.

INMÓVIL

Y por último un cuento de los personalizados, que escribí para un amigo (con tu permiso), y que luego modifiqué para mi club de escritura y lectura. Eso sí, está basado en una experiencia propia, porque aquí donde me veis, sufro parálisis del sueño. 

Inmovil

[…]

Su cerebro dio la orden de levantarse. Y, sin embargo, siguió quieto. Se extrañó. “Arriba”, insistió. Pero su cuerpo no le obedeció.

Quería girarse. Ponerse de espaldas. Levantarse. Gritar.

Nada. Inmóvil. Su cuerpo, ese conjunto de venas, músculos, huesos, células que creía dominar, se rebelaba, y se anclaba al colchón. Frío. En el pecho, una losa invisible le aplastaba los pulmones. Quería girarse. Quería.

Forcejeaba consigo mismo en su parálisis. Si hubiera podido, se hubiera mojado los labios. Imposible, tampoco la lengua le obedecía. Cada vez más nervioso, notaba la sangre, helada, circularle por unas venas que parecían no llevar a ningún sitio.

Peleaba contra su propio cuerpo, ahora un continente inservible, triunfal en la batalla de la inmovilidad. Intentó gritar, sin resultado. Su garganta no obedeció. Un sudor congelado recorría su frente, se le escurría por la sien y bordeaba su ceja. Un sudor que se confundía con una lágrima de terror.

Intentó calmar su respiración. Tenía que ser un sueño. Eso es. El estrés. Demasiado estrés provoca pesadillas. Llevaba unos meses trabajando mucho, comiendo mal, durmiendo peor. Demasiado trabajo. El jefe le exigía más y más, pero sus esfuerzos nunca eran suficientes y nunca estaban recompensados.

Inspiró hondo, concentró toda su fuerza en darse impulso con las piernas. Luego en intentar mover los dedos de los pies. Nada. Quietud. Silencio. Ese silencio pesado, como niebla en la carretera. Sus músculos eran un calambre constante, las fibras permanecían agarrotadas, rotas, inservibles, muertas. Una idea negra como la mañana aterrizó en su cerebro.

¿Se habría quedado vegetal? Sí, podía ser. Quizás había sufrido un infarto, un derrame cerebral o lo que fuera mientras dormía. No podía hablar, no podía moverse, no podía ni parpadear. Era obvio: estaba atrapado en un cuerpo inerte.

Dios, cómo iba a explicar a la gente que él seguía allí dentro, que no se había ido. La ambulancia vendría, alguien le echaría en falta y llamaría a emergencias, tarde o temprano. Los médicos llegarían. Le auscultarían, y él no podría hacer nada, no podría decir nada, más que notar impotente la baba escurriéndose de la comisura de su boca. Quizás le operarían, sin anestesia, ¿para qué? Si aquel montón de carne y huesos no iba a sentir nada.

[…]

Lee el texto íntegro aquí.

Y a vosotros, ¿qué os da miedo, además de Maluma?

5 comentarios

  1. […] Cuando me enteré del concurso Curicuentos, le confesé a Patricio, el encargado del Bibliomóvil Licantén, que este año no sabía de qué escribir. Otros años me dio por suspense, paranormal y terror, y los podéis leer aquí. […]

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  2. […] Si sois padres, ya sabéis lo que se siente al oír eso en la boca de vuestros hijos. […]

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  3. […] o por temor a hacer el ridículo. Ya sabéis que yo de eso, mucho. Aquí los tenéis enumerados, todos mis miedos. Son los mismos que los tuyos, y alguno un poco raro, te lo […]

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  4. Pilar
    31 octubre, 2018

    Mis miedos son los mismos. Los de antes y los de ahora. Más el miedo a no ganar suficiente para que mis hijos y yo vivamos bien y poder darles las oportunidades que yo tuve. Miedo a no poder escribir nunca más…
    Me encantan tus relatos.
    ¡Feliz noche!

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    1. Cristina Bou
      2 noviembre, 2018

      Sí, creo que a todos nos pasa, los miedos que nos traen los pequeñitos nos acompañarán siempre, pero lo único que podemos hacer es hacer todo lo que podemos. Y en cuanto a escribir… ¡Nunca lo dejes! Una letra, otra, otra y ya tienes una palabra. Un beso enorme y gracias por comentar

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